La huella perdurable de la diáspora africana

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Isabel Jayes

Hace siglos, alrededor del año 1500, se escribió un trágico capítulo en la historia de la humanidad cuando millones de personas africanas fueron arrancadas de sus tierras y familias para ser vendidas como mercancía a comerciantes de diversas partes del mundo. Sometidas a violencia y explotación, estas almas valientes se convirtieron en los pilares invisibles de un desarraigo que moldearía, de manera profunda e inquebrantable, las sociedades en todo el mundo.

Panamá, una tierra de hermosos contrastes, no escapó a la influencia de la diáspora africana. Sus costas fueron testigos silenciosos de la llegada forzada de esclavos africanos durante la época colonial.

Más tarde, durante la construcción del ferrocarril y el Canal de Panamá en el siglo XIX, la nación experimentó la migración de afroantillanos, negros libres que contribuyeron de manera significativa a la formación de una identidad nacional indeleble.

La presencia africana ha tenido un impacto trascendental en la diversidad cultural de Panamá. Se puede apreciar en los colores vibrantes, fuertes y alegres de sus vestimentas, que reflejan la vitalidad y la historia que los inspira; en el ritmo cadencioso de sus bailes, como el tamborito y la cumbia, cuyos movimientos sensuales y juguetones narran relatos ancestrales; y en los sabores distintivos de su gastronomía tradicional, con platillos como el sous, el mondongo y la sopa de burgado.

En las ciudades y en los rincones rurales de Panamá, las comunidades afrodescendientes florecen con orgullo. La provincia de Colón, donde la historia resuena en cada callejón, y San Basilio de Palenque, en Darién, donde las tradiciones se preservan con reverencia, son testigos vivos de esta rica herencia.

Los panameños de ascendencia africana han desempeñado un papel central en la historia del país. Sus contribuciones brillan en momentos cruciales, como el caso del cimarrón Bayano, líder que unió a cientos de esclavos para luchar contra la opresión española, o Carlos A. Mendoza, primer presidente afrodescendiente de Panamá. No obstante, esta trayectoria de grandeza no ha estado exenta de desafíos. La discriminación racial y la lucha por la igualdad han sido compañeros incómodos en el camino. En los últimos años, los esfuerzos por erradicar la marginación y promover la igualdad han cobrado un nuevo impulso, no solo en Panamá, sino en todo el mundo.

Como afrodescendiente, he constatado cómo ciertos aspectos de mi identidad pueden resultar inusuales para algunas personas, tanto para bien como para mal. Mi tez clara desafía las expectativas preconcebidas. Los rasgos africanos que llevo desde mi nacimiento, junto con mi cabello rubio, rizado caprichosamente, y mis ojos cambiantes, me presentan como una figura inusual en la sociedad. Del mismo modo, mis antepasados eran considerados inusuales en la sociedad que los obligó a encajar a la fuerza.

La sociedad de antaño, al igual que la actual, ha sido enérgica y brutal al castigar las diferencias. Sin embargo, para los negros de ayer y de hoy, cada dificultad u obstáculo impuesto ha sido transformado en una victoria. El derecho al voto, el acceso a los mismos espacios y la educación equitativa son algunos de los logros valiosos que hemos obtenido.

Hoy en día, la humanidad está aprendiendo a abrazar la diversidad y a valorar a las personas por su inteligencia, talento y carácter, sin importar el color de su piel o su apariencia física. Al final, los afrodescendientes compartimos tres colores: blanco, negro y nuestra sangre roja, como la del resto de los seres humanos.

En un mundo diverso y en constante cambio, es esencial reconocer y celebrar las variadas influencias que han dado forma a nuestra identidad. La diáspora africana, que llegó a estas tierras con fuerza y resistencia, ha tejido sus hilos en el colorido tapiz de la cultura panameña. Al aprender de nuestra historia y apreciar la riqueza de nuestras diferencias, podemos construir un futuro más inclusivo y equitativo para las generaciones venideras.

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